Había en la compañía un cierto gerente, hombre de gran influencia, que pidió que cada uno de los departamentos le enviara dos personas para ayudarle a hacer un inventario; dijo que el único requisito era que éstas supieran algo de contabilidad.
Yo había estudiado en una escuela de comercio y tenía un certificado de las clases de contabilidad. El jefe de mi departamento me dijo: “Ve y dile que vas a ayudar a hacer el inventario porque eres contador”. Su interés era saber cómo reaccionaría el otro hombre al ver que yo era tan joven.
Cuando llegué a la oficina, el gerente me preguntó qué deseaba. Le contesté: “Vengo a ayudar a hacer el inventario”. Hice lo que me había dicho mi jefe y le dije que era contador. Él se rió.
Luego me dijo: “Bueno, señor contador, siéntese en mi silla. Tome esta máquina sumadora y sume las cantidades de cada columna con toda la rapidez de que sea capaz”.
Comencé a hacerlo con un dedo, muy despacio. Él me sacó de la silla y me dijo: “No sabes nada y te voy a castigar. Te vas a sentar aquí, en una silla frente a mí, durante dos semanas observando cómo trabajo yo”.
Me cambié a otra silla. Él agregó: “Obsérvame”. Y, sin siquiera mirar el teclado, empezó a sumar tan rápidamente que me quedé asombrado. Cuando me había dicho que tendría que observarlo trabajar durante dos semanas, pensé que estaba bromeando; pero no bromeaba.
Aquel primer día estuve sentado allí durante seis o siete horas. Esa noche, me quedé hasta después de la hora de trabajo y esperé a que todos salieran del edificio. Después, fui a su oficina, cambié el rollo de papel de la máquina sumadora y empecé a practicar sumando las mismas columnas que él había sumado. Trabajé durante muchas horas y adquirí más y más y más velocidad. Cuando consideré que lo hacía tan rápidamente o más que él, me fui a dormir una o dos horas.
A la mañana siguiente, sólo me lavé la cara, salí por las puertas de entrada apenas las abrieron, y volví a entrar después de que el gerente había llegado. Cuando llamé a su puerta, dijo: “Bueno, siéntate ahí y observa lo que hago”.
Al verlo con la máquina sumadora, me pareció que lo hacía lentamente. Yo había practicado durante siete horas sin parar. Le pedí amablemente que se levantara y que se sentara en mi silla. Empecé a sumar velozmente; él quedó sorprendido.
Me preguntó: “¿Qué hiciste?”, y me obligó a decírselo. A continuación, anunció: “Por haber aprendido esto, de ahora en adelante vas a trabajar conmigo y te voy a enseñar todo lo que sé”.
A causa de eso, cambié de departamento. Después de unos años, él renunció y, como resultado de su recomendación, ocupé su lugar en la compañía; trabajaba con esfuerzo y concentración, y me sentía feliz con lo que hacía. Nunca me resentí por el castigo que me había impuesto al principio.
Ustedes pueden lograr cualquier cosa buena que se propongan; sólo tienen que hacer el esfuerzo, concentrarse y sentirse felices.
La compañía al final cerró y me trasladé a la Ciudad de México. Como me gustaba trabajar, solicité un empleo temporal en una editorial internacional. Me pidieron que hiciera un inventario, lo cual era mi especialidad. Lo hice en dos semanas, por lo que me ofrecieron empleo permanente con un buen sueldo, y lo acepté.
En esa época no sabía inglés. Nuestro director, un hombre de Texas que no hablaba español, le dijo a mi jefe: “Este muchacho trabaja muy bien; si supiera inglés, podríamos pagarle más; lo mandaríamos a Nueva York para capacitarse y podría llegar a ser gerente aquí”.
Cuando mi jefe me lo dijo, le pregunté: “¿Todo lo que tengo que hacer es aprender inglés?”.
En esa época ya era casado; mi esposa hablaba inglés porque había nacido en las colonias de la Iglesia, en México. Pero la primera vez que yo traté de decir unas pocas palabras en ese idioma, alguien me aconsejó que no lo intentara; no tenía ese don.
Lo que me motivó después fue la idea de mejorar en mi trabajo y de tener la oportunidad de viajar a Nueva York. Fui a un instituto de idiomas y les dije que quería aprender inglés lo más rápidamente que fuera posible.
Me preguntaron: “¿Cuánto sabe?”.
“Nada”, respondí. “Ni siquiera ‘Buenos días’”.
“Tenemos un curso intensivo”, me informaron: “dos semanas, dieciséis horas por día. Ocho horas aquí, con maestros; y ocho horas en su casa, con casetes. El precio es de $1.000 dólares”.
“Puedo hacerlo”, afirmé. “Pediré permiso para tomarme las vacaciones y estudiaré dieciséis horas por día durante esas dos semanas”.
Después, fui a hablar con mi jefe y le dije: “Voy a aprender inglés en dos semanas, y ustedes sólo tendrán que pagar $1.000 dólares”. Él se rió y me contestó: “¡Imposible! A mí me llevó dos años”.
Yo insistí: “Pídale al director que me dé dos semanas de vacaciones y que me paguen el curso. Si después de esas dos semanas no puedo hablar con él en inglés, pueden descontar de mi salario el precio de las clases”.
Él dio la autorización.
Fui al instituto, durante ocho horas; cada cuarenta y cinco minutos cambiaban los maestros, que repetían y repetían el vocabulario, las oraciones y las conversaciones.
Después de las ocho horas de clase, me iba a caminar por las calles buscando turistas de habla inglesa con los que pudiera hablar. Y luego escuchaba las grabaciones durante otras ocho horas.
La razón principal por la que asistí al instituto no era aprender inglés; lo que deseaba realmente era ser gerente e ir a la ciudad de Nueva York. A causa de la gran motivación que me impulsaba, no me fue difícil aprenderlo y disfruté de ello segundo a segundo.
Al terminar las doscientas veinticuatro horas de estudio, ya podía comunicarme algo en inglés. Sabía que la verdadera prueba iba a ser hablar con el director; si no la pasaba, tendría que devolver los $1.000 dólares. Así que me forjé un plan: decidí hablarle de todo lo que había aprendido. Una vez que estuve en su oficina, hablé y hablé durante veinte minutos sin dejarle decir una palabra. Y al final dijo: “¡Suficiente! Mándenlo a Nueva York”. ¡Y fui a Nueva York!
Yo había estudiado en una escuela de comercio y tenía un certificado de las clases de contabilidad. El jefe de mi departamento me dijo: “Ve y dile que vas a ayudar a hacer el inventario porque eres contador”. Su interés era saber cómo reaccionaría el otro hombre al ver que yo era tan joven.
Cuando llegué a la oficina, el gerente me preguntó qué deseaba. Le contesté: “Vengo a ayudar a hacer el inventario”. Hice lo que me había dicho mi jefe y le dije que era contador. Él se rió.
Luego me dijo: “Bueno, señor contador, siéntese en mi silla. Tome esta máquina sumadora y sume las cantidades de cada columna con toda la rapidez de que sea capaz”.
Comencé a hacerlo con un dedo, muy despacio. Él me sacó de la silla y me dijo: “No sabes nada y te voy a castigar. Te vas a sentar aquí, en una silla frente a mí, durante dos semanas observando cómo trabajo yo”.
Me cambié a otra silla. Él agregó: “Obsérvame”. Y, sin siquiera mirar el teclado, empezó a sumar tan rápidamente que me quedé asombrado. Cuando me había dicho que tendría que observarlo trabajar durante dos semanas, pensé que estaba bromeando; pero no bromeaba.
Aquel primer día estuve sentado allí durante seis o siete horas. Esa noche, me quedé hasta después de la hora de trabajo y esperé a que todos salieran del edificio. Después, fui a su oficina, cambié el rollo de papel de la máquina sumadora y empecé a practicar sumando las mismas columnas que él había sumado. Trabajé durante muchas horas y adquirí más y más y más velocidad. Cuando consideré que lo hacía tan rápidamente o más que él, me fui a dormir una o dos horas.
A la mañana siguiente, sólo me lavé la cara, salí por las puertas de entrada apenas las abrieron, y volví a entrar después de que el gerente había llegado. Cuando llamé a su puerta, dijo: “Bueno, siéntate ahí y observa lo que hago”.
Al verlo con la máquina sumadora, me pareció que lo hacía lentamente. Yo había practicado durante siete horas sin parar. Le pedí amablemente que se levantara y que se sentara en mi silla. Empecé a sumar velozmente; él quedó sorprendido.
Me preguntó: “¿Qué hiciste?”, y me obligó a decírselo. A continuación, anunció: “Por haber aprendido esto, de ahora en adelante vas a trabajar conmigo y te voy a enseñar todo lo que sé”.
A causa de eso, cambié de departamento. Después de unos años, él renunció y, como resultado de su recomendación, ocupé su lugar en la compañía; trabajaba con esfuerzo y concentración, y me sentía feliz con lo que hacía. Nunca me resentí por el castigo que me había impuesto al principio.
Ustedes pueden lograr cualquier cosa buena que se propongan; sólo tienen que hacer el esfuerzo, concentrarse y sentirse felices.
La compañía al final cerró y me trasladé a la Ciudad de México. Como me gustaba trabajar, solicité un empleo temporal en una editorial internacional. Me pidieron que hiciera un inventario, lo cual era mi especialidad. Lo hice en dos semanas, por lo que me ofrecieron empleo permanente con un buen sueldo, y lo acepté.
En esa época no sabía inglés. Nuestro director, un hombre de Texas que no hablaba español, le dijo a mi jefe: “Este muchacho trabaja muy bien; si supiera inglés, podríamos pagarle más; lo mandaríamos a Nueva York para capacitarse y podría llegar a ser gerente aquí”.
Cuando mi jefe me lo dijo, le pregunté: “¿Todo lo que tengo que hacer es aprender inglés?”.
En esa época ya era casado; mi esposa hablaba inglés porque había nacido en las colonias de la Iglesia, en México. Pero la primera vez que yo traté de decir unas pocas palabras en ese idioma, alguien me aconsejó que no lo intentara; no tenía ese don.
Lo que me motivó después fue la idea de mejorar en mi trabajo y de tener la oportunidad de viajar a Nueva York. Fui a un instituto de idiomas y les dije que quería aprender inglés lo más rápidamente que fuera posible.
Me preguntaron: “¿Cuánto sabe?”.
“Nada”, respondí. “Ni siquiera ‘Buenos días’”.
“Tenemos un curso intensivo”, me informaron: “dos semanas, dieciséis horas por día. Ocho horas aquí, con maestros; y ocho horas en su casa, con casetes. El precio es de $1.000 dólares”.
“Puedo hacerlo”, afirmé. “Pediré permiso para tomarme las vacaciones y estudiaré dieciséis horas por día durante esas dos semanas”.
Después, fui a hablar con mi jefe y le dije: “Voy a aprender inglés en dos semanas, y ustedes sólo tendrán que pagar $1.000 dólares”. Él se rió y me contestó: “¡Imposible! A mí me llevó dos años”.
Yo insistí: “Pídale al director que me dé dos semanas de vacaciones y que me paguen el curso. Si después de esas dos semanas no puedo hablar con él en inglés, pueden descontar de mi salario el precio de las clases”.
Él dio la autorización.
Fui al instituto, durante ocho horas; cada cuarenta y cinco minutos cambiaban los maestros, que repetían y repetían el vocabulario, las oraciones y las conversaciones.
Después de las ocho horas de clase, me iba a caminar por las calles buscando turistas de habla inglesa con los que pudiera hablar. Y luego escuchaba las grabaciones durante otras ocho horas.
La razón principal por la que asistí al instituto no era aprender inglés; lo que deseaba realmente era ser gerente e ir a la ciudad de Nueva York. A causa de la gran motivación que me impulsaba, no me fue difícil aprenderlo y disfruté de ello segundo a segundo.
Al terminar las doscientas veinticuatro horas de estudio, ya podía comunicarme algo en inglés. Sabía que la verdadera prueba iba a ser hablar con el director; si no la pasaba, tendría que devolver los $1.000 dólares. Así que me forjé un plan: decidí hablarle de todo lo que había aprendido. Una vez que estuve en su oficina, hablé y hablé durante veinte minutos sin dejarle decir una palabra. Y al final dijo: “¡Suficiente! Mándenlo a Nueva York”. ¡Y fui a Nueva York!
Les aseguro que si desean tener éxito en cualquier cosa, lo que tienen que hacer es concentrarse, hacer el esfuerzo y sentirse felices con lo que estén haciendo. Esa perspectiva puede lograrlo todo; aprenderán mucho y alcanzarán cualquier meta digna. Disfruten de lo que hagan, aunque sea difícil, ya sea en una misión o en cualquier otro aspecto de su vida. Como dijo el presidente Benson: “Trabajo, trabajo, trabajo”.
- Elder Octáviano Tenorio, Liahona 2009
- Elder Octáviano Tenorio, Liahona 2009
Lee el mensaje completo en este link: HAGAN SIEMPRE EL ESFUERZO
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